En los años sesenta, la reivindicación de los
“géneros menores” -la historieta, las series de acción, el afiche,
la ilustración periodística y publicitaria- sale de los nichos de
refinamiento o marginalidad crítica -ciertos espacios de búsqueda
intelectual, de difusión selectiva o de experimentación artística-
donde alentaba desde las décadas anteriores. Como efecto de la
atención. proyectada sobre las imágenes de la ciudad mediática por
el pop y el camp, que veían en la publicidad y la
historieta una nueva materia artística a trabajar desde la
creación plástica informada por el nuevo espíritu de época,
y también por las alarmas enunciadas desde la crítica cultural
–una parte de las reflexiones de la Escuela de Frankfurt por un
lado, algunos de los prólogos o las justificaciones de la nueva
semiología por otro- la focalización de la narrativa mediática de
todo tipo pasó a ocupar escenarios editoriales y mediáticos de
imprevista magnitud.
Otros antecedentes eran menos visibles. Pocos
habían seguido y aun percibido, durante décadas en las que sólo el
cine, entre los nuevos lenguajes y medios, había suscitado
conflictivas esperanzas en la cultura de élite, la sugerente
huella de los primeros impugnadores de las jerarquías consolidadas
de géneros y lenguajes. A lo lejos, habían iniciado esa huella los
diseñadores de la vanguardia rusa y del movimiento Dadá –seguidos
por el intento posterior de la Escuela Bauhaus de sistematizar la
transmisión e implantación de las nuevas perspectivas- que
intentaron construir un arte razonado que llegaba a incluir la
publicidad y el diseño periodístico; los impulsores de una
expansión de la “nueva visión” al afiche y el poster comerciales,
como Cassandre; los filósofos que, como Walter Benjamin aun en los
treinta, suscitaron amargas sorpresas pidiendo una redefinición
del arte que abriera la posibilidad de la inclusión de la obra
atravesada por la reproductibilidad técnica; los precursores del
estructuralismo como Roman Jakobson, que despliega a fines de los
cuarenta una concepción de la poética en la que se enfatiza su
proyección a espacios discursivos “no artísticos”; los
investigadores de la literatura que, como Leo Spitzer, hacían un
alto en la consideración de sus objetos académicos para descubrir
en la misma época, en cierta ingenua publicidad, la condición de
“arte popular” norteamericano; los teóricos del arte como Rudolf
Arnheim, pidiendo un “arte radiofónico”, o los artistas como John
Cage, intentando producirlo; los escritores emplazados en espacios
literarios de alto prestigio como Borges, ocupando el rol de
difusores y editores de cuentos policiales (también en la
Argentina, grandes innovadores, como Manuel Puig a partir de los
sesenta, harían, después, de la invasión de los géneros narrativos
“altos” por los “bajos” un programa estético); y los analistas de
los nuevos lenguajes como Christian Metz, que también en los
sesenta propondría, en el espacio de la semiología europea, un
tipo de estudio del lenguaje cinematográfico que rompiera no sólo
con la descripción o la crítica derivantes sino también con los
intentos analíticos que, basados en el “imperialismo lingüístico”,
no reconocían la especificidad de la problemática de los nuevos
soportes narrativos.
Es
precisamente en los sesenta que, en relación con la historieta, se
expande también un nuevo interés, de filiaciones múltiples. Pero
que sólo se conecta indirectamente, como efecto de su inserción en
el campo de tensiones múltiples de la cultura de época, con
aquellos antecedentes anteriores. La historieta no había formado
parte, en general, de los objetos redescubiertos por las miradas
renovadoras sobre la narrativa y los géneros populares proyectadas
antes de los sesenta; sólo era privilegiada por la tematización
entonces reciente, en la plástica, del pop y el camp, que
recontextualizaban en espacios artísticos las imágenes de la
narrativa impresa para grandes públicos, la publicidad y el diseño
industrial. Era poco, para reconducir a un público no
especializado al interés por el relato dibujado, que empezaba en
cambio, limitadamente, a ser objeto del entusiasmo de lectores
especializados, coleccionistas y estudiosos de los nuevos
fenómenos mediáticos.
Pero había
algo que sí había contribuido, paradójicamente, a preparar el
lugar de la nueva historieta: la historieta tradicional parecía
estar muriendo, junto con sus revistas. Más aún: en general
se pensaba que lo que estaba muriendo era la historieta en su
conjunto. Un intento de descripción (como el que sigue) de aquel
momento de cambio de la narrativa dibujada no puede excluir la
consideración de los efectos de esa sensación de final de
aventura.
1. El
lenguaje que se veía morir.
En la
Argentina de fines de los sesenta, los interesados en las vastas
novedades de la comunicación pensaban, lo mismo que la mayoría de
los historietistas, que la historieta era un lenguaje en agonía.
Tomaban en cuenta un tipo de historieta, la “seria”, que había
conocido momentos de enorme difusión, y el hecho de que
mantuvieran todo su atractivo de lectura las tiras cómicas o de
humor que aparecían en diarios no atenuaba la sensación de pérdida
irreversible producida por el estado de las publicaciones
dedicadas al resto de los géneros del relato dibujado. Era muy
fuerte todavía la sorpresa generada por la decadencia de las
revistas dedicadas a la historieta “de aventuras”,
“de guerra”,
“de amor”... y por la certidumbre de que el público que había
asegurado su vida social no parecía temer demasiado su muerte: los
adolescentes sin preocupaciones literarias y los adultos alejados
de los soportes narrativos y escénicos socialmente jerarquizados
abandonaban cada vez más la historieta por el cine y la
televisión, y la niñez de todos los orígenes, solamente por la
televisión. Quedaban, casi solas, junto a publicaciones
agonizantes que eran rastro de apuestas renovadoras, las revistas
de historietas más populares, con menos pretensiones estéticas
(las de Editorial Columba, como El Tony, nacida en 1923, y
la más reciente D’Artagnan, de 1957), con una venta ya
restringida y que siguió después en los mismos términos, aunque en
aquel tiempo aún con la antigua fuerza en algunos lugares del
interior del país.
2. La
historieta que se volvía a leer.
Sin embargo,
la historieta seria de revistas estaba iniciando, ya entonces, una
impredecible sobrevida. Aunque fuera, como todas, una sobrevida
paradójica: para los investigadores y los artistas interesados en
las transformaciones culturales del momento, que nunca la habían
querido demasiado, la historieta de aventuras empezaba a
convertirse en un recuerdo inquietante y hasta esplendoroso. El
Pop, el Camp y sus versiones en distintas regiones artísticas,
junto con el discurso crítico acompañante, habían cambiado las
cosas en relación con el reconocimiento de la dimensión estética
de la gráfica para grandes públicos, y el ensayo sociológico y
semiológico le estaba dando un lugar de conflictivo privilegio. El
interés teórico y crítico por la historieta empezaba a parecerse
al que suscitaban los soportes narrativos jerarquizados por la
cultura: todo lo malo y todo lo bueno podía encontrarse en ella.
En la exposición internacional organizada en el Instituto Di Tella
en 1968,[i]
un nuevo gesto de valoración se manifestó en las numerosas
ponencias y mesas de debate: opuestamente a lo que solía ocurrir
en el tratamiento dispensado a la historieta en revistas
culturales y trabajos críticos, donde era común que apareciera
como exponente de una industria cultural adaptativa y enrasadora,
en los nuevos espacios se la percibió como espacio de emergencia
de la novedad mediática y artística (el interés internacional se
había manifestado ya en Europa de distintas maneras, y entre otras
en una exposición en el Louvre, en la que también había ocupado
temporariamente espacios reservados a las Artes Mayores).[ii]
Lo que era
difícil de imaginar en aquel momento era que la historieta estaba
probando en esos desplazamientos, así como en esas reflexiones
sobre sí misma, lo que iba a ser uno de sus rasgos característicos
en su nueva vida; al menos, en la de las dos décadas siguientes.
3. El nuevo placer de la
historieta.
La historieta
en tanto narración dibujada no estaba muriendo, aunque sí empezaba
a debilitarse y oscurecerse un cierto tipo de ella. Observándola
después de esos cambios, o desde la nueva costumbre de
reconocerlos como permanentes, cuesta creer que pudo haberse
pensado que la narración dibujada podía morir, sólo porque algunos
de sus géneros “de relato fuerte” habían sido suplantados en la
lectura masiva por el cine y la televisión.
Las
exposiciones y ciertas nuevas revistas de la década del 60
mostraban dirigirse a un nuevo tipo de lector: un lector que
empezaba a relacionarse con la historieta a través de búsquedas y
recorridos propios del experto o el crítico, recordando y
comparando otros relatos y dibujos. Porque las nuevas creaciones
desplegaban en el relato dibujado una mirada reflexiva sobre sus
propios poderes y límites, como lo estaban haciendo una vez más
las otras artes: ya las vanguardias habían problematizado a lo
largo del siglo las formas de la representación, los soportes y
espacios de exhibición, el relato, la perspectiva autoral, la
unidad de la obra y las fronteras entre los géneros. La historieta
había sido tocada también por esas rupturas, pero en los sesenta
los cambios fueron simultáneos y múltiples: el tratamiento del
diseño de página quebró la linealidad de la secuencia gráfica, la
ironía y el humor invadieron la historieta “seria” y se
articularon con la aventura y el horror, y las citas y las
autorreferencias se multiplicaron introduciendo llamados a un
saber artístico, ensayístico y político que en ocasiones se
mostraba como difícilmente abarcable, o interpretable sólo en el
fragmento. En consonancia con la complejidad de los nuevos
relatos, la crítica y hasta la teoría de la historieta empezaban a
encontrar un lugar privilegiado en unas nuevas revistas que,
consiguientemente, se estaban convirtiendo en objetos demasiado
arduos para una lectura ingenua.
4. Un nuevo
saber, una nueva crítica.
Los cambios
registrados en los sesenta volvieron imposible la elección (que
siempre fue difícil) de ejemplos representativos del conjunto de
una producción cultural como la de la historieta, ahora
socialmente sectorizada y segmentada estilísticamente en una
medida en que no lo estuvo en el pasado, y para la que no hay aún
bibliotecas de funcionamiento regular (salvo algunas excepciones
en el mundo) ni mayores posibilidades de contacto relacionadas con
espacios públicos de enseñanza ni, tampoco, textos que se reediten
atendiendo con regularidad a una tradición de lectura.
Tres décadas
después, la situación ha registrado cambios importantes, también
en la Argentina, con el surgimiento de las librerías
especializadas y “clubes del comic”, pero su funcionamiento
depende por ahora de una demanda aún novedosamente fragmentada y
que se pone mayoritariamente en fase con la gran producción
internacional. No hay ya un saber compartido acerca de la
historieta, que asocie como en otro tiempo experiencias de lector
relacionadas con la entrada a la narrativa de aventuras con
hábitos de lectura estables y ejercidos a lo largo del tiempo por
distintas generaciones.
En relación
con ese contexto de cambio no puede proyectarse, al menos por
ahora, una descripción suficientemente amplia: la diversidad de
los espacios productivos y los desniveles de su difusión harán que
falten obras históricamente tan importantes como las que se
incluyan. Aun recorriendo una muestra más amplia, se haría
necesaria la discusión de un catálogo de obras que partiera de la
proposición de los criterios en que se fundara una segmentación
genérica y estilística que sólo empieza a plantearse. Aunque
también esa discusión empezó a esbozarse ya entonces, cuando,
lentamente, comenzó expandirse un interés por la historia y la
diferenciación de género y estilo en la historieta que fue
preparando el interés actual por la organización de ese campo de
búsquedas múltiples, que no ha llegado a la institucionalización
de centros de investigación ni a la de espacios de archivo y
consulta de funcionamiento regular, pero sí a la instauración de
una frecuencia sin precedentes en la realización de muestras y
debates.
5. Las
revistas que dividieron el campo.
Esos
metatextos (críticos e históricos, y mezclados muchas veces con
presentaciones y recuperaciones con propiedades de manifiesto),
que ahora son inseparables de la circulación de la historieta de
aventuras en publicaciones y librerías especializadas, habían
crecido en los 60 en revistas como Linus (italiana)[iii]
o Giff Wiff (francesa)[iv]
o, entre el ’68 y el ‘69, en los tres números de la argentina
LD – Literatura dibujada.[v]
Se trataba, además, de un tipo de texto
entonces no habitual en el campo de la crítica relacionada con las
artes del relato y del espectáculo. No consistía solamente en la
verbalización de opiniones y perspectivas, sino en la expansión
del tipo de mirada que busca y encuentra mecanismos constructivos,
parecidos y citas entre relatos, diferencias entre estilos y
contagios con el cine, la literatura y los géneros televisivos.
Desde la
perspectiva de una cierta sociología de la lectura (asumida en
congresos y mesas redondas no especialmente por sociólogos, sino
por los mismos historietistas y por críticos y editores de
historietas), esas nuevas revistas, que fueron surgiendo primero
en Europa, en la década del 60, y después en Norte y Sud América,
fueron percibidas como el síntoma del carácter intelectualizado y
minoritario de los nuevos contactos con un lenguaje que conoció
momentos más fluidos de circulación, en los que primaba una amplia
lectura popular. En relación con la circulación global de la
narración dibujada, la equivocación es doble: una lectura masiva
sigue vigente, si las tiras de los diarios pueden llamarse
historietas; y la lectura distanciada y múltiple del otro universo
historietístico, el de la historieta de aventuras -sobre la que se
proyectan ahora tipos de disfrute visual alejados de la primacía
del relato lineal-, se corresponde con el conjunto del modo
contemporáneo de intercambio y procesamiento de signos, que excede
el campo de la búsqueda y la producción “intelectual” y recorre
todos los lenguajes y géneros del universo mediático. La
referencia constante a las diversas zonas de la narrativa
ficcional, que es característica de historietas actuales como
Sandman, de Neil Gaiman, con sus remisiones e inclusiones
literarias y críticas, o de dibujos animados como Los Simpson,
con su explotación permanente de los relatos de la cultura
norteamericana, no sólo los literarios sino también los históricos
y políticos, no se implantó de golpe en los textos de los 90: en
los 60 ya empezaba a crecer.
6. Las
heroínas anti-pequeñoburguesas, los héroes poco previsibles.
Los cambios
que se estaban produciendo en la historieta de Europa y América
abarcaban ya diversas zonas de su universo narrativo. Heroínas
siempre inmersas en un clima (una espesa niebla) de erotismo a la
vez provocativo y socarrón, sustituían a los superhéroes-buenos
muchachos, y en ediciones especiales o desde las revistas de tono
alzado por la nueva palabra crítica confrontaban con los productos
característicos de los discretos soportes de las viejas aventuras.
Para los que querían estudiar el fenómeno en la Argentina se
imponía la comparación con lo que estaba pasando, por ejemplo, en
España, donde también se habían producido caídas de tirada y
desapariciones de viejas revistas, y donde también habían
aparecido las nuevas miradas y lecturas, en revistas como El
Globo e historietas como “Nus“ de Enric Sió, con mezclas de
fotografía y dibujo y referencias a la actualidad artística y
mediática. En Italia pasaba por su mejor momento Guido Crepax,
creador de “Valentina”,[vi]
historieta de un virtuoso manierismo narrativo y gráfico, y una de
las obras fundadoras del erotismo distanciado de las nuevos
relatos, atravesados por citas literarias, políticas y del
conjunto de las artes visuales), y en Francia habían empezado ya
unos años atrás aquellas heroínas que definieron las nuevas
“historietas para adultos” (“Barbarella”, aparecida en 1962, “Jodelle”,
que empieza en 1966) y se expandirían las sagas irónicas basadas
en una nueva sociología ilustrada de las clases medias, con
autores como Claire Bretecher[vii]
y Gérard Lauzier entre otros. Y en EE.UU. aparecían personajes
como “Mr. Natural” (1967), de Robert Crumb,[viii]
suerte de hippie viejo y nada solidario, representativo de una
mirada autocaricatural que se desplegaba, incómodamente, en el
interior mismo de las nuevas “culturas juveniles”. Aun en
emplazamientos editoriales de más previsible orientación comercial
y masiva las propuestas narrativas habían cambiado: venían del
comienzo de la década los superhéroes “con problemas” psicológicos
y poderes de eficacia variable animados por Stan Lee: “Los cuatro
fantásticos”, “El Hombre Araña”.[ix]
Con problemas de relación grupal los luchadores de la justicia, y
con rasgos de inestabilidad anímica los héroes como “El Hombre
Araña”. Avanzan además, en el segundo lustro de la década y el
comienzo de los 70, una suerte de grotesco escultórico de
sensuales superficies en las creaciones de Frank Frazetta y las
producciones de mayor novedad y variedad interna de Richard Corben,
con héroes como “Den”, un terráqueo trasplantado a un mundo en el
que ha ganado rasgos hercúleos pero en el que generalmente no sabe
bien qué hacer.[x]
7. El nuevo
modo de (¿no?) contar.
Ahora es
posible advertir que tanto en la nueva historieta como en las
nuevas revistas que iban apareciendo (con centro en las europeas)
se afirmaba un nuevo decir narrativo, expresado en las distintas
formas de una ironía reflexiva (volcada sobre la historieta misma,
sobre el relato de aventuras y sobre sus escenas dramáticas
canónicas), y al mismo tiempo en la indagación de las propiedades
plásticas de la historieta como lenguaje visual. Pero ya por
entonces era evidente que las nuevas revistas no interesaban a los
lectores de la historieta popular, y los intelectuales las leían
con regodeo, pero también con sospecha y algo de culpa. La
pregunta era, aproximadamente: ¿estará bien abandonar así la
linealidad y la fuerza del relato? Como si se creyera que un
cierto pueblo lector –el de los abandonadores del relato
dibujado, que estaban buscando el relato fuerte en otros
soportes- necesitaba, sin saberlo, la continuidad de esa
historieta que ya no leía (y que los intelectuales nunca habían
soportado), más allá de las manifestaciones de su propio gusto y
en contra de la disposición evidente de los nuevos guionistas y
dibujantes.
Con el mismo
nivel de fractura y sorpresa que en los otros espacios de
producción de la narración dibujada, pero con rasgos propios que
la estaban convirtiendo ya en un lujoso producto de exportación,
la historieta argentina acentuaba también un componente de novedad
y de imprevisibilidad. A partir de una mirada a los materiales de
aquel momento, puede decirse que tanto en la dimensión verbal como
en la visual empezaba a haber menos unidad narrativa (se sucedían
en cada narración, con mayor independencia, los pequeños relatos y
gags) y mayor diferenciación estilística. La descripción y el
diseño de página empiezan a desentenderse por momentos de la
búsqueda de fluidez narrativa característica de la historieta
extensa. Grandes dibujantes de historietas, como Alberto Breccia,[xi]
reconocían el carácter experimental de su producción y
privilegiaban las búsquedas de ritmos y contrastes que obligan,
precisamente, a detenerse en texturas y recorridos de cada cuadro
o a focalizar el diseño de página, en lugar de la conexión entre
cuadros.[xii]
8. La
asociación entre experimentalismo e ironía.
De un golpe,
con ese particular retorno de la historieta volvía la expresión de
diferencias y matices que habían opuesto, desde los comienzos del
siglo, historieta culta a historieta popular: representación de
tipos sociales verosímiles y narración fuerte y lineal eran los
bastiones, en los comienzos de la historieta norteamericana, de
las variantes populares, mientras que las sorpresas del diseño de
página, los juegos lineales y las referencias a la historia
cultural y artística y en especial a los monumentos de la ficción
narrativa lo eran de la historieta que había creado ya para sí un
público informado y con expectativas de renovación y novedad. La
oposición se plantea desde principios de siglo, con las refinadas
ambientaciones arquitectónicas de las fantasías de Winsor McCay en
Little Nemo[xiii]
emplazándose en la vereda de enfrente
del caricaturismo socarrón y elemental del Yellow Kid de
Richard Outcault.[xiv]
En los sesenta
volvía a ocurrir que la construcción del relato pasara a
constituir el tema, y no sólo el objetivo de la creación
historietística. Es decir, que se volviera a jugar con la
secuencia, como había ocurrido prioritariamente fuera de la
historieta seria desde las primeras décadas del siglo, en tiras de
diarios como las de Millar Watt,[xv]
en las que los personajes dialogaban desde cuadros diferentes.
La cita
estilística, dentro del juego estético ahora legitimado de las
nuevas propuestas, pasa a ocupar también un lugar que no
abandonará desde entonces. La referencia al expresionismo europeo
expandido especialmente a partir de los años veinte es inevitable
en el caso de la obra del uruguayo Alberto Breccia, con sus altos
contrastes y sus caracterizaciones que llegaban a un grotesco
lúgubre, emplazado en construcciones de página de un rigor
musical; pero también es posible en líneas muy alejadas de su
propuesta, como la del trazo cargado y la representación con
componentes caricaturales de Solano López y aun, también, en
relación con el efecto de velocidad y esbozo del italiano Hugo
Pratt, que había tenido una importante etapa argentina y había
vuelto a dibujar en Europa, con una obra en la que se desplegaba
la gran saga del Corto Maltés.[xvi]
Al mismo tiempo se desarrollaban variantes estilísticas muy
diferentes, como la que se expresaba en las composiciones deudoras
del ilustracionismo americano del argentino Horacio Altuna o en
las que componían la propuesta de trabajada síntesis, con efectos
de velocidad oriental y zonas de búsqueda comparables con las de
Will Eisner (The Spirit, que inaugura en 1940 una vertiente
del policial norteamericano dibujado), del también argentino Oswal
(Osvaldo Viola, dibujante y guionista).
Se afirma
entonces un tipo de revista en la que tienen cabida distintas
variantes del nuevo dibujo historietístico, coincidente en el
tiempo y en algunos aspectos de la búsqueda estilística con la
nueva asociación entre realismo y grotesco que se desplegaba
también con éxito en el nuevo comic norteamericano (como se señaló
en las referencias a Lee, Frazetta y Corben). Había delectación y
buscada exageración en las representaciones corporales femeninas y
masculinas, y en el cultivo del grotesco tomaba la escena un
componente de ironía. Sobre ese componente irónico hablaría poco
tiempo después Hugo Pratt (en Italia, pero luego de una larga y
activa vida de artista en Buenos Aires), como de algo
característico de la cultura argentina.[xvii]
9. Las
vueltas del relato.
Las nuevas
revistas se emplazaban en un complejo punto intermedio entre las
que habían constituído la vanguardia del sector en los 60 y las
clásicas de décadas anteriores. Había en ellas nuevo dibujo pero
sin abandono de la acentuación narrativa, y los textos
informativos y críticos tenían una inclusión regular pero
limitada. La Editorial Record pasa a editar una publicación
particularmente representativa: Skorpio (desde 1974), y en
ella (después en otras de la misma editorial) se incluyen
vertientes individuales muy diferenciadas de esa búsqueda, pero
todas alejadas de la repetición en el dibujo y el diseño de página
de las publicaciones tradicionales. Que, por otra parte, ya no
ocupaban espacios homogéneos y permanentes: aun en la Editorial
Columba, característico centro de producción de las revistas de
vieja factura, había aparecido publicaciones como Nippur,
en 1972, después de varios años de éxito en otras publicaciones de
la historieta que le dio nombre, de Robin Wood y Lucho Olivera,
más coincidente con las tendencias del momento. Vuelven a
difundirse trabajos de dibujantes con trayectorias ya asentadas,
algunas fundacionales, como las de Alberto Breccia, Solano López,
Roume, Pérez Del Castillo, y ya en los 70 de otros de difusión
entonces más reciente como Gustavo Trigo, Enrique Breccia, José
Muñoz, Roberto Mandrafina y Juan Giménez .
Y la condición
innovadora, a veces con sesgos experimentales de una parte de las
nuevas creaciones, empieza a reclamar otro tipo de lectura; en
muchos casos, correspondería tal vez decir más bien: otro tipo de
contemplación. El lenguaje historietístico muestra sus mecanismos,
tematizados por el experimento; algunas de sus oposiciones
internas características pasan a tomar la escena, como la de
texto/imagen y globo/texto fuera de cuadro: se expanden, por
ejemplo, los párrafos al pie escritos en una prosa levantada, que
por momentos se descuelga del dibujo, como venía ocurriendo en
historias de Oesterheld desde la última parte de la década del
‘50. En la nueva poética del relato dibujado, cada dispositivo de
producción de sentido (el dibujo, la sucesión de cuadros, el
diseño de página, la representación de tonos e intensidades en el
globo y los textos al pie) exige una mirada singularizadora, de
duraciones cambiantes, alejada por momentos de la regularidad
lineal y el ritmo uniforme en los dos movimientos relacionales
obligados de la lectura de historietas: el que articula texto e
imagen en cada cuadro y el que conecta cuadros en la secuencia.
Así como el nuevo dibujo obliga a detenerse en rasgos visuales que
abren y a la vez enrarecen cada escena (en lugar de resumirla y
esquematizarla para que sirva a la constitución de un sentido
claro en la sucesión), el nuevo texto verbal se presenta como algo
a leer, muchas veces, más allá de su condición de anclaje o relevo
de la imagen. En ese nuevo texto las palabras valen de otra
manera que en el de la historieta antes popular.
Con los
guiones de Héctor Germán Oesterheld (nacido en 1919,
“desaparecido” en 1977 durante la dictadura militar), en la
Argentina de los 60 se había afianzado un nuevo tipo de relación
entre historieta y literatura, que privilegiaba una emulación de
los recursos de la narración literaria y no únicamente la
inspiración en sus relatos. El cambio de persona narrativa
(incluyendo la segunda, en interpelaciones desde la base del
cuadro al personaje dibujado: “Entonces pensaste que...” ;
“¿Sabías acaso ya..?”), la expansión del monólogo, los diálogos
que siguen su curso más allá de los cambios de escenario... Las
palabras de Oesterheld –unas palabras de resonancias tolstoianas,
con invariable fuerza narrativa pero con un aire de gravedad moral
que a veces volvió irremediablemente inocentes sus desarrollos- no
terminan de unirse del todo a la narración visual, lo que
contribuye a la visibilidad de sus recursos. La ilusión didáctica,
formulada más de una vez desde una perspectiva escolar, acerca de
un eventual valor de la historieta como instancia de introducción
a la lectura literaria, podría encontrar un principio de
confirmación en relatos como los que por entonces escribe
Oesterheld. Esa literatura no se disuelve, queda como experiencia
junto a los dibujos que sucesivamente la acompañan, de Pratt,
Solano López o Breccia. Unos dibujos a los que también les ocurre
separarse en ocasiones del texto, librados a recorridos de
ciudades recargadas de sombras y símbolos que en Breccia
convocaban las imágenes, no sólo verbales, de una mitografía
literaria porteña. Los textos de Oesterheld posibilitaban esas
expansiones, desde un relato que hablaba de pensamientos y
sensaciones pero dejaba la definición de los espacios de la acción
a la representación visual.
Como efecto de
esas y otras innovaciones, y también como resultado de las
circunstancias de su lectura, la huella de Oesterheld fue
doblemente política. Por un lado, sus singularidades narrativas
contribuyeron a una renovada jerarquización del lenguaje
historietístico, empezando a arrancarlo de su viejo lugar social
mediante un procedimiento imprevisible: la ruptura de ese mismo
lenguaje como bloque, lo que posibilitó la percepción de sus
tensiones internas y de la complejidad de sus relaciones entre
componentes visuales y verbales; por otro, la asociación de su
trabajo de narrador mediático con un compromiso político llevado a
consecuencias últimas, por el que fue asesinado durante la última
dictadura, otorgó a las parábolas agónicas de sus relatos una
visibilidad definitiva.
Junto a las
producciones narrativas de Oesterheld se afianzan por entonces
guionistas como Carlos Trillo, con creaciones en todos los géneros
de la historieta y memorables transposiciones de la literatura
(como la de “La gallina degollada” de Horacio Quiroga con dibujos
de Alberto Breccia), y otros, también de vasta producción, como
Carlos Albiac, que introduce complejidad psicológica y narrativa
en los esquemas de representación histórica implantados desde la
historieta clásica. Algunos unen a la extensión de su producción
una fuerte implantación en el exterior del país, como Robin Wood y
Carlos Sampayo, que pueden ser opuestos a partir, por un lado, del
experimentalismo contenido de Sampayo, y por el otro de la
tradicionalidad narrativa y dramática de Wood. En relación con el
mismo período, no se ha advertido suficientemente el interés del
breve paso por la historieta, pero con producciones que deberían
considerarse asociadas a la obra literaria con la que se
desarrollaron en paralelo, de otros autores, como Osvaldo
Lamborghini, que escribió los guiones, dibujados por Gustavo
Trigo, de “Marc!”,
historia protagonizada por un detective de
rotunda amoralidad, en la que se parodian los clichés del policial
negro sin abandonar su emplazamiento de género.
Debe
reiterarse que estos son sólo ejemplos (ya que estas anotaciones
no constituyen una historia del período), lo que conlleva la
inevitabilidad de las exclusiones (seguramente injustas y
empobrecedoras de la descripción, en distintos casos) de autores y
obras. De lo que se trata en este caso es, solamente, de señalar
los rasgos de aquel momento de retorno conflictivo de la
historieta de aventuras, que ya integraba, en todos los casos, una
mirada a los dispositivos del lenguaje historietístico. En las dos
décadas siguientes, este proceso se profundizaría, incluyendo
intentos editoriales de articulación de la nueva etapa
historietística con públicos juveniles cada vez más divididos
internamente en sus hábitos de lectura. Revistas como Fierro
unirían la difusión de nuevos trabajos, con componentes
experimentales, a la inclusión de relatos de los grandes
dibujantes y guionistas que habían definido el cambio
historietístico a partir de los ’60.
Mientras
tanto, en la historieta humorística argentina los cambios también
eran notables, a veces con fulgurante y sostenido éxito
internacional (como se sabe, “Mafalda” nace en los ’60), pero eso
es, sí, algo que suele ser recordado y aceptado. Los cambios de la
historieta seria fueron menos percibidos como tales en los
otros medios y en la crítica de la cultura, y son, sin embargo,
parte de lo que la década del 60 cambió para el resto del siglo,
en una zona en la que se interpenetran, como en pocas más, las
insistencias de los géneros mediáticos y las rupturas poéticas de
un nuevo modo de narrar.
[i]
La historieta mundial, 1ª Bienal Mundial de la
Historieta, Buenos Aires, Instituto Di Tella, 1968. El
catálogo-libro editado entonces por las entidades
organizadoras (Escuela Panamericana de Arte-Instituto Di Tella)
y coordinado por Oscar Masotta recoge trabajos de ensayistas e
historietistas americanos y europeos, representativos de las
distintas perspectivas históricas y críticas del momento.
[ii]
“Bande dessinée et figuration narrative”, Musée des Arts
Décoratifs, París, abril-junio de 1967.
[iii]
Revista dedicada en principio a los estudios sobre historietas
y la recuperación de creaciones famosas, fue creada por
Giovanni Gandini y Oreste del Buono en 1965.
[iv]
También con propósitos de estudio y rescate de la producción
historietística, y como espacio de defensa de las
posibilidades estéticas de la narración dibujada, había
aparecido en 1963 la revista francesa Giff-Wiff, en la
que colaboraban entre otros Francis Lacassin y el cineasta
Alain Resnais.
[v]
Dirigida por Oscar Masotta y editada por Nueva Visión, aparece
entre noviembre de 1968 y enero de 1969.
[vi]
“Valentina” aparece por primera vez en la revista italiana
Linus en mayo de 1965.
[vii]
Claire Bretécher, ya conocida en los sesenta por el trabajo en
distintas revistas, crea en 1969 la primera heroína feminista
de historieta: “Cellulite”, que aparece en Pilote en
ese año.
[viii]
Robert Crumb unía un revivalismo irónico en relación con el
viejo dibujo animado y de historieta cómico-costumbrista (en
la línea, el color y los brillos de los cuerpos y las ropas de
sus personajes) a unos relatos de un nihilismo
desgarradoramente grotesco y confesional.
[ix]
Stanley Lieber (Stan Lee), director de revistas y editoriales
desde los veinte años, comienza a hacer guiones en 1961 las
historias de los superhéroes “con problemas”.
[x]
Un panorama internacional de los cambios registrados en el
período puede encontrarse en Claude Moliterni y Philippe
Mellot: Chronologie de la bande dessinée, Paris,
Flammarion, 1996. Sobre los cambios estilísticos del momento
focalizado han trabajado, entre otros: Moacy Cirne: A
explosão criativa dos quadrinhos, Petrópolis, R. J., Vozes,
1970 y Javier Coma: Del Gato Félix al Gato Fritz,
Barcelona, Gustavo Gili, 1979. Acerca de los dispositivos
específicos del lenguaje historietístico pueden consultarse
Jan Baetens y Pascal Lefèvre: Pour une lecture moderne de
la bande dessinée, Bruxelles, Centre Belge de la Bande
Dessinée, 1993 y Daniele Barbieri: Los lenguajes del cómic,
ed. cast. Paidós, Barcelona, 1993.
[xi]
Alberto Breccia
(Montevideo, 1919-Buenos Aires, 1993) dibuja
en una primera época (años cuarenta y cincuenta) narraciones
construidas de acuerdo con los cánones del estilo de Caniff,
uno de los fundadores de la gran historieta norteamericana de
aventuras. A partir de 1958, y contemporáneamente con su
asociación con Héctor G. Oesterheld (guionista de varios de
sus trabajos más importantes, desde Sherlock Time, aparecido
en ese año), va perfilando los rasgos de su estilo personal,
de un neoexpresionismo que incluye búsquedas experimentales en
la construcción lineal y de página de la tira, con
característicos juegos de texturas y violentos apartamientos
de la previsibilidad en la secuencia visual.
[xii]
Entre los trabajos en los que se reseña o se incluyen
referencias a la producción argentina del período se cuentan:
AA.VV.: La historieta mundial, op.cit.; AA.VV.: El
humor y la historieta que leyó el argentino,
catálogo-libro coord. por Antonio Salomón, Córdoba, Museo de
Bellas Artes Genaro Pérez, Dirección Municipal de Cultura de
Córdoba, 1972; Íd., íd., 1976; Primera Bienal Internacional
y Cuarta Bienal Argentina de Humor e Historieta, íd., íd.,
1979; Masotta, Oscar: La historieta en el mundo moderno,
Buenos Aires, Paidós, 1969; Steimberg, Oscar: Leyendo
historietas – Estilos y sentidos en un “arte menor”,
Buenos Aires, Nueva Visión, 1977; Trillo, Carlos y Saccomano,
Guillermo: Historia de la historieta argentina, Buenos
Aires, Record, 1980; Rivera, Jorge: Panorama de la
historieta en la Argentina, Buenos Aires, Libros del
Quirquincho, l992
Intenté
también la circunscripción de algunos de los temas aquí
tratados en “La historieta argentina desde 1960”, en La
historia de los comics, Barcelona, Toutain, 1983 y
“La historieta argentina de aventuras como paisaje privado”,
en Volta, Luigi (comp.): El viaje y la aventura, Buenos
Aires, Corregidor, 1992.
[xiii]
En 1905 aparece “Little Nemo in Slumberland” en el New York
Herald y desde entonces queda emplazado entre las grandes
obras del Modern Style, y como uno de los momentos
fundamentales de las búsquedas plásticas que recorren la
historia de la narrativa dibujada.
[xiv]
Richard Felton Outcault dibuja por primera vez el personaje
como parte de los de una serie costumbrista, “At the circus in
Hogan’s Alley”, ambientada en una vecindad pobrísima de Nueva
York, en 1896.
[xv]
En 1921 aparece en el diario inglés Daily Sketch “Pop”,
personaje de Millar Watt, que mantiene diálogos distanciados
que bordean el non sense, acerca de variados temas de
la vida cotidiana con otros personajes ubicados a veces en
otros cuadros de la tira.
[xvi]
Hugo Pratt (1927-1995) trabaja inicialmente, como otros
grandes dibujantes de historietas de su generación, bajo la
influencia de la técnica narrativa de Milton Caniff. Con esa
orientación estilística crea, aún adolescente, “As de Pique”.
En 1952 se traslada a Buenos Aires, para iniciar una serie de
importantes trabajos en colaboración con H.G. Oesterheld, que
tiene su momento culminante en la etapa siguiente, vuelto
Pratt a Italia y a su condición inicial de dibujante-
guionista, en su larga obra de madurez: la saga del Corto
Maltés. A través de los años va desarrollando un estilo de
trazo rápido con representaciones alusivas de climas y
paisajes y un esquematismo de grandes síntesis, con
cadenciosos juegos rítmicos en la secuencia narrativa, que
componen una obra alejada de la de sus maestros pero en la que
se mantiene la fuerza del relato y la coherencia de los
universos ficcionales, en un momento de fragmentación general
de los relatos historietísticos de mayor difusión.
[xvii]
Texto de presentación de Y todo a media luz – El
Corto Maltés en la Argentina, publicada en 1985 en la
revista italiana Corto Maltese pero de concepción muy
anterior, según informa Juan Sasturain en el prólogo de la
edición en castellano (Buenos Aires, Ed. de la Urraca, 1987).
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