LA LITERATURA EN PEDAZOS
LUCAS BERONE

Origen:
Traducción de "LA LITERATURA EN PEDAZOS: EL PROBLEMA DE LA ADAPTACIÓN." · LA ARGENTINA EN PEDAZOS
Edición:
La Argentina en pedazos
TEBEOSFERA (2008, TEBEOSFERA) -2ª EPOCA- 1, 17-IX-2008
Resumen / Abstract:
Reflexión sobre las dificultades que presenta la adaptación de textos literarios al cómic, tomando como ejemplos las interpretaciones de obras breves de Echevarría, Arlt o Quiroga que conformaron parte del volumen genérico "La Argentina en pedazos".
Palabras clave / Keywords:
Historieta argentina, Transmedialidad/ Argentinian comics, Transmediality

“LA LITERATURA EN PEDAZOS”: EL PROBLEMA DE LA ADAPTACIÓN.

La aparición de la revista Fierro, en septiembre de 1984, viene a instalarse en un momento muy singular del desarrollo de la historieta argentina, caracterizado por dos factores fundamentales[1]. El primero de estos factores a considerar es aquello que podríamos denominar la politización marcada de los textos, muy presente ya en publicaciones anteriores como Satiricón (1973-1976), Humor (desde 1978) y desde 1980, en los últimos años de la dictadura militar, SuperHumor. Tal proceso parece derivar, por un lado, de la repentina configuración, durante el régimen militar, de ciertas zonas marginales de la cultura (la historieta, el rock) como lugares de resistencia y de respuesta ideológica a la uniformidad y al silencio impuestos desde el Estado, y, por otro lado, de las particulares condiciones del medio social en el período inmediatamente posterior a la caída del régimen (el país se encontrará inmerso de pronto, a partir de la Guerra de Malvinas, en un acelerado proceso de reconstrucción y democratización de las prácticas políticas y culturales). El segundo factor a tener en cuenta para considerar el carácter de una publicación como Fierro sería la gestación de nuevos vínculos entre la historieta y ciertos géneros “mayores” (la literatura, el cine, la pintura), vínculos trazados por los propios actores del campo que transitan y circulan incesantemente entre las diferentes zonas, y que valorizan el cómic como medio de experimentación estética y, principalmente, como espacio abierto a la interacción y la mixtura de diferentes lenguajes.

Desde este lugar, novedoso, creado por el cruce de diversas series en el marco de un amplio proceso de re-apertura política y cultural, la historieta, a través de Fierro, se transformará en interlocutor válido en el debate social por el sentido de la historia reciente (¿qué significa lo que ocurrió, por qué ocurrió y cómo reformular la sociedad y sus prácticas a la luz de eso que ocurrió?), en cuyo seno aparece reiteradamente, como punto de fuga o como zona de incerteza de todas las explicaciones, el problema de la violencia política.

En este contexto de reformulación de las relaciones y de la posición estratégica ocupada por la historieta dentro del campo cultural, asistimos a la transformación de ciertas formas o prácticas creativas tradicionales, entre ellas: la adaptación. Así, ya desde su primer número, Fierro publica una serie de adaptaciones a historieta de un conjunto de textos de la literatura argentina, precedidas cada una de ellas por una breve introducción crítica, firmada por el escritor y crítico literario Ricardo Piglia. El proyecto se llamó “La Argentina en pedazos”, y fue editado posteriormente como libro por Ediciones de la Urraca.

En este punto, el análisis del pasaje de una lectura escolar del canon literario (de algún modo, las adaptaciones de obras literarias a historieta se originaban siempre en esta zona, como estrategias pedagógicas dirigidas a difundir entre un público infantil y adolescente el gusto por la literatura nacional) a una lectura irreverente, una lectura que se hace, en términos barthesianos, “levantando la cabeza” (Barthes.1987:35), asociada, por otra parte, al desarrollo del proyecto de reformulación crítica de ese mismo canon literario desde un lugar excéntrico (la escritura de Piglia), nos permitiría iluminar los problemas que un mecanismo como el de la adaptación (que es, en última instancia, una forma de la traducción) es capaz de generar en el marco de una teoría o un análisis de la interdiscursividad.

Desde la hipótesis de que, en lugar de subsumirse en la armonía de un conjunto homogéneo y unívoco, la conjunción de series diversas agudiza las diferencias y amplifica las disonancias, el presente ensayo se propone trazar (seleccionando aquellos hitos que me parecen más significativos) el itinerario de una lectura que indague las relaciones entre las tres series discursivas (o universos de discurso) que, en ese momento, anudadas por ese proyecto escritural, se pusieron en contacto, y que permanezca atenta a las tensiones, las distancias y las disyunciones que emergieron y se tramaron en ese cruce problemático.

Este escrito, entonces, es varias cosas a un tiempo: el ejercicio de un análisis textual, el intento de fijar un problema y adelantar algunas líneas para su solución, la decisión de construir una serie en el que ese problema adquiera algún espesor y un cierto número de matices. Por esto, renunciaremos a hacer una lectura que vaya más allá del nivel textual (sea, por ejemplo, una lectura que interrogue determinados procesos de producción o de reconocimiento) y, por lo tanto, a una lectura que esté en condiciones de preguntarse y de responderse por el sentido de los textos analizados. En todo caso, recién en el final arriesgaremos alguna hipótesis al respecto, la que no pretendemos demostrar en absoluto y a la que sólo le acordaremos la representación de una inconformidad: aquella que viene a decirnos que, así planteado, este análisis no está completo. Tan sólo se trata, finalmente, de reencontrar y de recomponer, en un conjunto de textos, el entramado de algunas estrategias o unos procedimientos de re-escritura, capaces de delinear y despejar el espacio de un problema: cómo y desde dónde leer críticamente una adaptación.

I. Primer hito: los avatares de la violencia política. De la alegoría al sentido literal (adaptación de “El matadero”, de Esteban Echeverría).

No parece imposible aislar, en todo texto narrativo, aquello que podríamos llamar su dimensión polémica, artificio por el cual el discurso, generalmente apegado o supeditado al desarrollo de la anécdota, accede a un nivel de sentido en el que se le confiere al acontecimiento el estatuto más elevado de ejemplo; es decir, como parte en un todo que lo trasciende y lo justifica.

En “El matadero”, relato de Esteban Echeverría que abre la narrativa en nuestro país[2], dicha dimensión polémica llegará a adquirir una presencia hipertrofiada o excesiva: escande insistentemente los distintos momentos de la trama y se apresura a cerrarla, temerosa tal vez de la novedad casi brutal del asunto narrativo (la violación y muerte del héroe de la generación romántica en nuestro país: el joven e ilustrado librepensador, “amigo de las luces y de la libertad”).

Así, la escritura de Echeverría aparece, en su dimensión polémica, comprometida en dos procesos fundamentales de re-semantización del acontecimiento. Por un lado, las repetidas alusiones al discurso de la Iglesia (la anécdota acontece durante la época de cuaresma, cuando el dogma prohíbe a los fieles el consumo de carne), la cita (y la reducción al absurdo) de los anatemas eclesiásticos dirigidos contra los unitarios, desnudan el origen de la violencia que se ejercerá después: el fanatismo religioso, que hace de los unitarios los responsables de la catástrofe natural (según una indiscutible lógica sobrenatural que hace pie en el pensamiento mágico de una masa carente de Ilustración y sojuzgada por el amo). Y, por otro lado, el proceso de animalización de los actores involucrados coloca también en el origen del acontecimiento la bestialidad de un pueblo cebado por la sangre:

“Algunos médicos opinaron que, si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo” (Echeverría.1995:92).
 
Bestialidad y pensamiento mágico (religioso) se anudan en dicha dimensión polémica del texto, en la cual se estipula, además, una lectura alegórica de la narración: el “Matadero del Alto” será la réplica, en miniatura, de la Federación rosista; así como el “juez del Matadero” es un pequeño Rosas, dotado de “la suma del poder en aquella pequeña república, por delegación del Restaurador” (op.cit:96), y así como las peleas por la carroña entre muchachos y perros hambrientos ilustran el “modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales” (ibíd:100). 

“Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno.

Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.
En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero, eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la Federación rosina, y no es difícil imaginarse qué Federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la Federación estaba en el Matadero” (ibíd:112).

Ahora bien, esta interpretación alegórica del Matadero, como modelo de un sistema político (la Federación), y la dimensión polémica en la que se pauta una explicación de la violencia que se ejerce en ese espacio (el Matadero/la Federación), son precisamente los elementos que desaparecen en la versión que publicará Fierro (con dibujos de Enrique Breccia), elididos por la imagen, oscurecidos detrás de las bambalinas negras del escenario (el ominoso cielo que cubre el matadero, estremecido por la tormenta).

Basta comparar los finales de ambos textos para notar esta ausencia. Si en el de Echeverría, ya citado, se explicita la connotación y la escritura se asume finalmente como alegoría (pautando de este modo un régimen de legibilidad estricto); en la historieta de Breccia, en cambio, el último cuadro, que ocupa toda la página, destaca tres elementos fundamentales: un cielo oscuro y tormentoso (que abarca casi las tres cuartas partes de la imagen), el edificio del matadero (el cual aparece visto desde un escorzo lejano) y una leyenda final (en el ángulo inferior derecho de la hoja) que cierra la fábula con una frase puramente descriptiva.  

“Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y, en un momento más, no quedó nadie en el matadero” (E. Breccia, 1993:19).

www.tebeosfera.comEsto no quiere decir que la versión de Breccia esté refiriendo algo así como un acto de violencia gratuita e incomprensible, sino que, de algún modo, en ella la violencia se singulariza. Ya no se trata de una más de las “innumerables proezas” (Echeverría, 1995:112) de los federales, símbolo y cifra de la barbarie rosista (como ocurre en el texto de Echeverría), sino que es el relato de un episodio de violencia particular, que no parece remitir más que a sí mismo. Es como si la violencia fuera despojada de sus connotaciones (podría decirse, de su contenido moral) y apareciera solamente denotada, dicha.

Pero, si es verdad que se trata de una re-presentación de la violencia política que la despoja de su sentido moral (y que coloca en el centro de la escena tan sólo el ejercicio y la práctica de esa misma violencia), también es cierto que, desde el punto de vista de su tratamiento gráfico, el acto de violencia aparece elidido, soslayado, detectable sólo como inminencia o como resultado, jamás como acto o como evidencia. Esto es: vemos, primero, el lazo romperse y deslizarse en el aire y, después, la cabeza del chico separándose del tronco (E. Breccia, 1993:13); o bien, vemos la mano de Matasiete sostener el cuchillo y, después, la sangre del toro chorreando de su costado (ibíd:14); vemos la mano del carnicero federal esgrimiendo la lonja y, en el próximo cuadro, al unitario en el suelo, a merced de sus matadores (ibíd:15); vemos las tijeras inclinarse sobre el prisionero e, inmediatamente después, el rostro que emerge desfigurado por la furia y por la humillación inferida (ibíd:17). Es decir, no se nos muestra el momento preciso en que el lazo rebana el cuello del muchacho; el cuchillo del carnicero hundiéndose en la carne del animal o cercenando sus testículos, el lonjazo inferido al aterrorizado caballo, o el instante mismo en que el unitario revienta en un vómito de sangre. De algún modo, el acto violento (podríamos decir, casi metafóricamente, el golpe de la violencia) se ubica en los intervalos de la secuencia gráfica, en los espacios que separan las viñetas unas de otras (los canales o calles), y sólo podemos inferir su presencia porque antes o después vemos las marcas que deja en los cuerpos y en el paisaje.

Por otra parte, la imagen se caracteriza por construir una perspectiva impedida, una mirada que no accede plenamente al espectáculo de la violencia si no es a través de intersticios, obstaculizada por la masa copiosa e intrincada de los cuerpos que se interponen entre ella y su objeto. Esto es especialmente claro en la última secuencia del texto (de la vejación y muerte del unitario), donde la mirada del Lector accede a lo que está pasando como si estuviera en la última fila, detrás de los “espectadores” (que son, al mismo tiempo, los verdugos), atisbando sólo fragmentos de lo que ocurre en el proscenio, cambiando permanentemente (casi de una viñeta a la otra) la posición en la que se ubica (entre los captores, a espaldas del Juez o del unitario, desde el suelo, desde arriba o a la altura de la mesa donde se lleva a cabo el tormento) y encontrando siempre, y cada vez, un escorzo incómodo, invadido por otros cuerpos que no le dejan ver (o que sólo le dejan ver parcialmente) la escena. www.tebeosfera.com

Podría decirse, entonces, que la combinación de dichas estrategias produce, en el espacio que deja vacío el desplazamiento del texto de Echeverría (por el mecanismo de la adaptación) hacia el lugar de modelo o hipotexto (Genette, 1989), nuevos efectos de sentido, que de ningún modo podrían reconocerse en el original: exasperación de la violencia a través de la supresión de los esquemas que aseguraban su inteligibilidad como signo de otra cosa (el trágico enfrentamiento entre civilización y barbarie, por ejemplo) y, al mismo tiempo, ubicación de la violencia en los intersticios de la representación, dificultad de la mirada para acceder a una visión plena e inequívoca del acontecimiento.

Y no es que la violencia, de repente, se torne invisible, o se sustraiga a la mirada detrás del recinto cerrado de la sala de torturas (la “casilla del Juez”), sino que es la propia mirada la que, persiguiendo continuamente los rastros y los fragmentos que la violencia deja tras de sí, nunca consigue elaborar un escorzo adecuado desde el cual alcanzar e inteligir el acontecimiento como totalidad (salvo en el final, cuando el espacio ya ha sido abandonado por los actores).
 
II. Segundo hito: la agonía del “macró”. Nihilismo tanguero o el complot que no pudo ser (adaptación de Los lanzallamas, de Roberto Arlt).

Según Piglia (1993:124), la fascinación que ejerce la narrativa arltiana estribaría en su capacidad para captar “el centro paranoico” de la sociedad argentina: la idea de que el poder es secreto (por lo tanto, inasible, invisible) y se ejerce como “conspiración”. Es decir, que el curso de los acontecimientos obedece a una causalidad oculta, inaccesible a la gran masa de ignorantes que constituyen el pueblo, pero ineluctable y terrible en sus efectos; cuyo origen está en las decisiones y acciones de un grupo minoritario de hombres geniales, poderosos y amorales.

Por otro lado, la de Arlt constituiría una mirada inaugural, mirada que descubre en Buenos Aires un espacio que todavía no ha llegado a ser: la ciudad moderna, el ámbito donde necesariamente ha de desplegarse esa concepción del poder como conspiración. La idea de un poder secreto, ubicuo pero invisible, es impensable en otro espacio que no sea el de la ciudad cosmopolita, donde el poderoso se sustrae a la mirada ajena en el anonimato que impone el espectáculo de la muchedumbre. Asimismo, la ciudad moderna será el espacio inherente al desarrollo de una sociedad capitalista, sostenida, como arguye Piglia, en la “ficción del dinero”: el dinero “como causa y como efecto de la ficción”, el dinero como mágico objeto de deseo que atrae hacia sí y “convierte en destino la vida de los hombres”, el dinero como signo del crimen de una sociedad perversa que se apoya en la explotación y la destrucción de los cuerpos.

De este modo, la operación crítica de Piglia (que es, esencialmente, codificación de un nuevo canon para la literatura argentina) instala la narrativa arltiana en una tradición inesperada, que no es la literatura rusa del siglo XIX (que Arlt demuestra haber leído mucho) ni encuentra su lugar en la “literatura social” de Boedo, sino que entronca especialmente con una serie de autores de la literatura norteamericana del siglo XX, los cuales se mueven sobre el registro y las convenciones de dos géneros populares estandarizados: el policial y la ciencia ficción. Estos escritores son los novelistas de la llamada “línea dura” dentro del policial (Chandler, Hammett) y ciertos exponentes de la ciencia ficción norteamericana de pos-guerra o “nueva” ciencia ficción (Philip Dick, William Burroughs, Thomas Pynchon). Por esta filiación, el efecto revulsivo, de profunda incomodidad, que producen las novelas de Arlt encontraría su origen en el poder de una escritura dirigida a explicitar, desnudar o revelar, por la ficción, la “lógica secreta [y perversa] de la explotación capitalista” (op.cit:125), mostrando el reverso macabro de todas las categorías con las que las modernas sociedades capitalistas se dotan de una moral y una justificación trascendente (el libre mercado, la soberanía del interés propio, la licuación del poder en un sistema democrático de gobierno, etc., etc.).

Dentro de este esquema interpretativo, la figura del macró (el “Rufián Melancólico”) es la de aquel que conoce dicha lógica capitalista (“La prostitución es el espejo donde ve la esencia de la sociedad: comprar cuerpos con dinero, trueque perverso, forma figurada de la esclavitud, representación del comercio en su pureza satánica”) y, porque la conoce, es capaz de usarla en provecho de la revolución que prepara el Astrólogo.

Sin embargo, paradójicamente, la versión del dibujante José Muñoz sobre “La agonía de Haffner, el Rufián Melancólico” (episodio de la saga novelística constituida por Los siete locos, de 1929, y Los lanzallamas, de 1930) recorta, elimina u ocluye aquellos espacios desde los que se despliega la lectura de Piglia (el motivo del complot y la representación de Buenos Aires como ciudad moderna), y arranca la escritura arltiana de la tradición que le construye el crítico para reinscribirla en un espacio completamente diferente.

En la versión de Muñoz, la conspiración, el grupo de individuos excepcionales reunidos alrededor del Astrólogo para llevar a cabo una revolución, ha desaparecido.

Y, con ella, también desaparece el espacio que la explica y la hace posible. La Buenos Aires futurista de Arlt (esa “máquina de daños, abstracta, malvada”, ante la que Piglia se detiene fascinado), quedará reducida a una mínima (y obsesiva) expresión: el farol (icono que, cuadro a cuadro, se repite incansablemente, en el que se apoyan los compadritos a fumar y las prostitutas que están haciendo la calle). Y esta sola sustitución, de la ciudad por uno de sus símbolos, ya implica un desplazamiento definitivo.

La frase que elige Muñoz para abrir su relato de la muerte de Haffner (“Aquí todos vivimos como puercos”) sólo tangencialmente se conecta con las filiaciones y parentescos que ha trazado Piglia, a la vez que se inscribe de lleno en el espacio semántico-ideológico definido por otro universo discursivo: el de las letras de tango. El mismo rostro del rufián, en el primer cuadro de la historieta, es el de un compadrito, respecto del cual el origen escandinavo del apellido parece casi un contrasentido. En esta versión, Haffner, antes que un “rufián”, es un “melancólico”, atacado de un spleen canallesco: nostálgico de una “felicidad” y una “vida limpia” que ya no tendrá, dirige una mirada agria sobre el mundo, dotada de un desencanto, una desesperación y una resignación final que son casi discepoleanos.

“Hombres, mujeres, ricos, pobres, no hay un alma que no esté enmerdada” (...) “¿Acaso la vida es otra cosa que la aceptación tranquila de la muerte que se viene callando?” (Muñoz.1993:129)
 
Hay, en la primera secuencia del texto (cuando Haffner cae herido), una casi omnipresencia del imaginario tanguero, que se resuelve en forma de cita paródica. Proliferan especialmente los lugares comunes, hiper-convencionalizados, de ese imaginario: el escepticismo resignado del rufián, la presencia de innúmeros (y absurdos) faroles en el escenario del crimen, la pronunciación gardeliana lograda a través de la deformación de la “n” en “r” (“Itaka, Itaka mía / por los caminos del vierto / suenan en tus armonías / coraje, amor y lamertos”), las guitarras asesinas (notoriamente, los asesinos no pueden ser otros que los guitarristas de Gardel). www.tebeosfera.com

Contra la interpretación de Piglia, Muñoz retrocede, por así decirlo, y se aparta de una lectura profética de la narrativa arltiana, la cual estaría descubriendo el “núcleo paranoico” de una sociedad futura (que empieza, justamente, con el primer golpe militar de la historia argentina, comandado por el general Uriburu en 1930), donde el ejercicio y la toma del poder se conciben según la lógica del putsch, el golpe de mano, llevado a cabo por un grupo selecto de conspiradores anónimos. Y este movimiento le permite reencontrar, en la “agonía de Haffner”, “escondida por la violencia policial” (Piglia.1993:126), una metafísica del tango: un núcleo ideológico resistente, que agrupa y reúne en torno a sí los contenidos de una conciencia, las palabras de una subjetividad, el alucinado monólogo interior de un “rufián melancólico” que agoniza sin delatar a sus asesinos.

De este modo, en la segunda secuencia del texto, ocupada por el relato de la agonía, se establece un contrapunto entre dos historias paralelas, que son, al mismo tiempo, dos investigaciones. La primera de ellas es la investigación policial, llevada a cabo por un personaje que puede serlo también de cualquier novela de Chandler o de Hammett (el “tísico Gómez”: “explotador de ladrones, cómplice de ladrones, torturador de ladrones”). La segunda investigación que se narra es el viaje alucinatorio del agonizante a través de sus recuerdos, réplica de aquel otro “travelling onírico” que recorre las calles de una Buenos Aires de pesadilla, transfigurada por el progreso tecnológico. Respecto de esta segunda búsqueda (personal, introspectiva), la indagatoria policial (“¿Quién fue que te tiró? ¿El Lungo o el Pibe Miflor?”) se definirá paulatinamente como una presencia ajena, una interferencia hostil que, por su machacona insistencia, adopta la forma de un estribillo incansable y disonante, escandiendo las sucesivas etapas del viaje del protagonista hacia su pasado.

Ahora bien, en el final de este viaje, encontramos el verdadero problema que la reproducción (paródica) del imaginario tanguero permite tematizar, y que la lectura de Piglia soslaya: se trata de la relación, siempre conflictiva y siempre violenta, del protagonista con la mujer. En este punto, la posición de cafishio, de macró, que ostenta el personaje define un modo de relación violenta con las mujeres: son éstas, y no el “tísico Gómez”, las antagonistas de Haffner.www.tebeosfera.com

Entonces, la verdadera tensión que parece querer iluminar la versión de Muñoz es la relación del protagonista masculino, dominante, con sus antagonistas femeninos. Y, en este sentido, puede decirse que el relato de la agonía de Haffner se construye como el revés o el reflejo invertido de un tango. Porque esta narración es, en definitiva, el relato de una reconciliación: la apoteosis, en el último cuadro de la historieta (ese saltar del rufián hacia la nada, rodeado de socarrones querubines tangueros, bajo la mirada complacida de un grupo de celestiales en los que no es difícil reconocer rasgos de Gardel o Troilo), es el signo de un reencuentro: el resultado exitoso de una búsqueda violenta a través de las mujeres para recuperar, en el final, la protección del seno materno representado en la figura (prematuramente envejecida) de la “Cieguita”, que es también, por supuesto, una imagen de la Parca. La “agonía de Haffner” nos muestra el otro lado de los tangos y, a su vez, realiza, paródicamente, la tragedia del hombre solo: la salida, por la muerte (el regreso al seno materno), de la desesperación existencial.

Haffner agoniza, y su problema no es la “lógica secreta de la explotación capitalista”, sino su soledad: la experiencia de la pérdida irreparable del vínculo con la madre (que es ruptura de cualquier otro vínculo, expulsión del individuo hacia un mundo ajeno y hostil), escisión y dolor que sólo pueden remediarse con la muerte. Entonces, el Rufián Melancólico ya no es (o no es sólo) ese “filósofo utópico y economista vulgar” con el que sueña Piglia (1993:126), sino un fantoche atroz acuciado y azuzado en su ferocidad angustiosa por un Edipo incurable.

Este retorno paródico al relato tanguero abre, en la tensión entre dos lecturas (Piglia - Muñoz), el espacio de un interrogante: ¿cuál es el relato verdaderamente arltiano: el de la subjetividad atormentada del porteño, de matriz tanguera (cuyas huellas también pueden rastrearse con relativa facilidad en otros cuentos de Arlt: “Las fieras”, por ejemplo, o “Escritor fracasado”), o los relatos sociales acerca del poder y del dinero que legitiman el proyecto del Astrólogo? En última instancia, podría decirse que la narrativa de Arlt se desarrolla entre esos dos núcleos ideológicos, los despliega y los pone en tensión, produciendo discurso en el choque y en la fricción de esas dos matrices incompatibles. No es un dato menor, por otra parte, que las novelas arltianas se construyan como crónicas de una conspiración fallida, de una revolución que no fue.

III. Tercer hito: el crimen de la sangre. La racionalidad del código y la representación de lo “monstruoso” (adaptación de “La gallina degollada”, de Horacio Quiroga).

“La gallina degollada”, de Horacio Quiroga, es un cuento de horror, acerca de la herencia como fatalidad. En el centro del relato, en sus confines, alrededor del crimen monstruoso y en las perplejidades del lector, se dirime siempre el problema de la culpa, y parece evidente que ésta descansa en la sangre familiar, portadora del fatum trágico de los personajes: “Toda la sangre que circula en el cuento y que lo cierra con una marea roja remite a los lazos sanguíneos que vincula a los parientes y los ata en un destino trágico” (Piglia.1993:64).www.tebeosfera.com

En el origen de esta “marea roja” están la enfermedad (la tuberculosis de la madre), la locura (el “delirio” del abuelo paterno) y, apenas insinuado, el apellido extranjero de los protagonistas (“el matrimonio Mazzini-Ferraz”), rastro evanescente de otro núcleo ideológico persistente, desde el cual las narraciones cortas de Quiroga dialogan con las novelas naturalistas de Eugenio Cambaceres (En la sangre, o Sin rumbo). “La gallina degollada”, con guión de Carlos Trillo y dibujos de Alberto Breccia, es una historieta de horror, y el principal problema que se dirime aquí ya no es el de la culpa, sino el de la representación (o creación) del monstruo.

Como en el caso de “El matadero”, lo que se elide en la traducción de la escritura literaria al lenguaje del cómic es su dimensión polémica, aquella donde la anécdota (el crimen) finca en un cuerpo de explicaciones que la trascienden y que abren el texto a otros discursos (médico, político, religioso, científico, etc.). En la versión de Trillo y Breccia, el lugar de esa dimensión polémica aparece ocupado por una dificultad casi técnica: es evidente que eso que ocurre es monstruoso; ahora bien, ¿cómo hacer para conferirle, por la imagen, ese estatuto? Y la solución, técnica, a la que arriban guionista y dibujante es, a la vez, simple e inesperada: la intromisión del color.

Ya en la repetición, en la sucesión de los hijos idiotas, en la iteración de sus rasgos, en el automatismo de su comportamiento (corporal y discursivo), hay algo de intolerable y de inhumano. Pero, esos seres “apagados en un sombrío letargo de idiotismo”, tal como los describe Quiroga (1954:46), autómatas por definición, repentinamente se desquician y la acción explota en una “marea roja”.www.tebeosfera.com

Este desquiciamiento de la conducta, que despierta a los monstruos y los hace actuar, encuentra su correlato en el desquiciamiento del lenguaje que sostiene la representación de la anécdota. La presencia inesperada del color constituye la realización de una posibilidad o un parámetro no previsto en el conjunto de reglas y convenciones que constituyen el lenguaje del cómic en blanco y negro, con lo que esa opción expresiva configura un gesto claramente disruptor respecto de la racionalidad definida por dicho código.

En los lugares donde aparece, el color realiza violentamente la irrupción de lo irracional. Su disposición en la hoja está marcada por el exceso y por la extrañeza. Por un lado, excede los límites o, mejor dicho, no aparece confinado por ninguna clase de bordes o líneas demarcatorias: más que como figura, el rojo se realiza como pura mancha. Por otro lado, resulta ajeno al trazo en blanco y negro y, antes que rellenarlo, lo cubre: podemos percibir las líneas del dibujo por debajo del color, el cual se derrama y se extiende por la hoja, otra vez, como una mancha. Es como si Breccia hubiera arrojado el color sobre el dibujo terminado, operando de este modo una fuerza disruptora sobre la representación y su código, revelando en el origen de lo monstruoso la irrupción violenta de lo irracional y de lo absolutamente imprevisto.

IV. Conclusiones: La Argentina en pedazos; entre literatura, crítica e historieta

En el final del recorrido, volver inopinadamente al título de la serie (“La Argentina en pedazos”) servirá para condensar el conjunto de cuestiones que surgen en torno a las relaciones entre literatura, crítica e historieta, tal como se han ido trazando (o descubriendo) en los parágrafos anteriores.

En primer lugar, dicho título resume la operación básica de la crítica literaria: el recorte, el despedazamiento de un continuum a los fines de la construcción de un esquema inteligible, significativo, ordenado: un conjunto coherente de conflictos, filiaciones, tradiciones, rechazos. Piglia prologa las adaptaciones a historieta de un conjunto de textos escritos y vuelve a construir un canon para la literatura argentina.

En segundo lugar, resulta adecuado para definir el eje temático y el principio constructivo que rigen la formulación de este nuevo canon literario.

Se trata, como afirma Piglia, de “una historia de la violencia argentina a través de la ficción” (1993:8) y, por lo tanto, es también una historia de la literatura argentina a través de la violencia. En este sentido, la violencia resulta una categoría analítica sumamente interesante. Puede decirse que ejerce siempre una ruptura; de algún modo, se define en lo discontinuo, o mejor, funda la discontinuidad: impacta en la plenitud de lo dado y la hace estallar en mil pedazos. La violencia tiene la fuerza del acontecimiento (o mejor, el acontecimiento es el efecto de un acto de violencia que se ejerce sobre las cosas) y constituye, para Piglia, toda la oportunidad del sentido: deja “marcas en el cuerpo y en el lenguaje” y es posible reconstruir a través de ella el sentido de la literatura argentina como “pesadilla” de la “historia «verdadera»” (ibíd).

Por este desplazamiento hacia una “historia de la violencia” se explica que la serie comience con el cuento de Echeverría: si “Sarmiento se zafa” (ibíd:9) de la violencia al exiliarse (y desde ese margen, el exilio, deposita el sentido de la historia en el Futuro), “El matadero” se instala en el seno de la violencia (la vejación y la muerte del cuerpo del unitario a manos de los federales) y trata de estipular su sentido actual, presente. Así, la mayoría de los relatos que constituyen la serie (salvo algunas excepciones) se despliegan a partir de un centro opaco, un episodio de violencia, la cual aparece siempre bajo dos formas fundamentales: la violación o el asesinato (a la anécdota central de “El matadero” le siguen la masacre de los indios en la Campaña del Desierto, según Viñas; la muerte de Haffner; el asesinato de la niña en “La gallina degollada”; el crimen pasional que casi subterráneamente se despliega en Boquitas pintadas, la novela de Puig, por debajo de los materiales formales y temáticos de la cultura de masas).

Por otra parte, la ruptura como huella de la violencia también define la forma del nuevo canon, cuya singularidad es coherente con el espacio en el que se despliega (una revista de historietas, no académica) y con la modalidad que adopta (una publicación por entregas), que se abre rápidamente hacia los desvíos y los atajos, y cuyo criterio único es la dispersión (otra vez, los pedazos): cronológica (de “El matadero”, de Echeverría, a Los dueños de la tierra, de Viñas, y de allí al Mustafá de Discépolo), genérica (del teatro a las letras de tango, y de ahí a la novela o al cuento) e ideológica (del fantástico cortazariano al naturalismo social de Quiroga, de la novela histórica de Viñas a la metafísica borgiana).

Entonces, la escritura de Piglia viene a impugnar las nociones sobre las que descansaban las historias literarias tradicionales: una cierta unidad de carácter o espiritual, un estilo adecuado a una nación que se define como forma de ser (el “ser nacional”). Aquí, la historia de la literatura argentina ya no es el desplegarse armonioso y continuo de una cierta esencia, identidad o espíritu nacional (sea cual fuere), que se encuentra en el origen y se mantiene siempre idéntico a sí mismo. Constituye, ahora, una respuesta, siempre contingente y siempre renovada, a la violencia de lo real; el intento de construir desde el presente un relato (una tradición) que lo explique, a través del lenguaje (el gran instrumento de toda tradición) y a partir de los pedazos inconexos (los restos del naufragio) que nos quedan del pasado; la transfiguración de la sola diferencia (que no es más que pura discontinuidad) en relación y conflicto: instauración de un otro que nos interpela y nos obliga a hablar/lo (y hablar/nos), sea el gaucho, el indio o el Estado.

Finalmente, en tercer lugar, “La Argentina en pedazos” remite a los problemas y los efectos de la traducción de un lenguaje (la literatura) a otro (la historieta).

En este sentido, creemos que el término “adaptación” (que rige los procesos de re-escritura que venimos analizando) resulta poco pertinente, ya que parece estar designando la serie de transformaciones que una cosa (un texto literario) debe sufrir para seguir siendo, aunque de otro modo o en otro lugar, esa misma cosa. Dada esta concepción, el texto literario (el original) se mostraría como habitando, desde el interior, la historieta (la copia), y el ideal a seguir parecería ser el de la identificación o el de la adecuación absoluta (lograr escribir, en otro lenguaje, el mismo texto). Sin embargo, la lectura que la historieta, como un puro lenguaje o código (más allá de cualquier poética o estilo autorial), pueda hacer de la escritura literaria necesariamente despedaza a esta última, ejerce sobre ella una violencia, la fragmenta y dispersa sus elementos en una secuencia gráfica. Compárese, dentro de la serie analizada, la letra de cualquiera de los textos adaptados con sus respectivas adaptaciones y se llegará rápidamente a esta fácil comprobación. www.tebeosfera.com

Un buen ejemplo de esto lo constituye la solución gráfica que encuentra Muñoz para realizar este desfasaje entre textos construidos según códigos diferentes. En su versión del relato arltiano, ni la escritura se traduce en imágenes, ni la imagen ilustra el texto escrito. Por el contrario, si cuentan una misma anécdota, constituyen, de hecho, dos materialidades que no llegan a fusionarse en una unidad superior, sino que se disputan el espacio de la representación, se yuxtaponen y se interfieren entre sí. Tratando infructuosamente de preservar su unidad, la escritura se fragmenta y se distribuye en los diferentes cuadros, contaminando el dibujo; pero las imágenes lo recortan, lo interrumpen y eliminan su cohesión (la cual sólo puede ser repuesta a costa de cotejar la adaptación con el original). Original y copia permanecen así como textos enfrentados que comparten un mismo espacio (la “agonía de Haffner, el Rufián Melancólico”), y su coexistencia no es armoniosa, sino conflictiva. Así, esta construcción de una representación fracturada, hecha de fragmentos heterogéneos y dispersos, puede verse claramente en el cuadro-resumen que abre la historieta (Muñoz.1993:128).

Pero, además, la historieta, como discurso (del mismo modo que la crítica), ocupa ese espacio que dejan libre la fragmentación y el despedazamiento del texto original, se instala en el espacio de lo no dicho (ni explícita ni implícitamente, ni manifiesta ni subterráneamente) por la escritura literaria, y desde allí produce un sentido inédito, diferente, que abre el discurso a sus condiciones de producción. En este punto, si la crítica de Piglia, anclada fuertemente en los debates culturales de la década del sesenta, recupera el poder de la ficción como cifra profética de la sociedad por venir, capaz de restituir la coherencia de lo real a través del proyecto utópico; las historietas de “La Argentina en pedazos”, en cambio, parecen estar diciendo que lo monstruoso, y la violencia que ejerce, encuentran su origen en lo irracional, y que la explicación sólo puede realizarse como elipsis (ausencia) o como parodia (máscara de una ausencia).

 

Lucas Berone forma parte del grupo de investigación Historietas Argentinas

 
Bibliografía consultada:

- ARLT, Roberto. 1968. Los lanzallamas. Fabril. Buenos Aires.

- BARTHES, Roland. 1987. “Escribir la lectura”. En El susurro del lenguaje. Paidós. Barcelona.

- BRECCIA, Alberto y TRILLO, Carlos. 1993 (1975). “La gallina degollada”. En Ricardo Piglia, La Argentina en pedazos.

 - BRECCIA, Enrique. 1993 (1984). “El matadero”. En Ricardo Piglia, op. cit.

- ECHEVERRÍA, Esteban. 1995. La cautiva. El matadero. Nuevo Siglo. Buenos Aires.

 - GENETTE, Gerard. 1989. Palimpsestos. Taurus. Madrid.

- MUÑOZ, José. 1993 (1986). “La agonía de Haffner, el Rufián Melancólico”. En Ricardo Piglia, op. cit.

 - PIGLIA, Ricardo (comp.). 1993. La Argentina en pedazos. Edic. de la Urraca. Buenos Aires.

 - QUIROGA, Horacio. 1954. Cuentos de amor, de locura y de muerte. Losada. Buenos Aires.

- SCOLARI, Carlos. 1999. “Los hijos de Fierro”. En Historietas para sobrevivientes. Comic y cultura de masas en los años 80. Colihue. Buenos Aires.

 - STEIMBERG, Oscar. 1977. “Cuando la historieta es versión de lo literario”. En Leyendo historietas. Estilos y sentidos en un arte menor. Nueva Visión. Buenos Aires.

 
[1] Para una exposición detallada del origen y desarrollo de Fierro, ver Scolari (1999: 247-293).
[2] “El matadero” fue escrito probablemente en 1838, y no se conoció hasta 1874, cuando fue rescatado por el crítico Juan María Gutiérrez, mientras preparaba la edición de las obras completas de Echeverría.

 


 

 
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Creación de la ficha (2008): edición de Javier Mora Bordel
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
LUCAS BERONE (2008): "La literatura en pedazos", en Tebeosfera, segunda época , 1 (17-IX-2008). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 27/XII/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/la_literatura_en_pedazos.html