EL MEJOR DESEO DE UN HISTORIETISTA: SER INÚTIL
El sello Confluencias nos ha sorprendido gratamente con la traducción, hace escasas semanas, del libro de Dominique Petitfaux Le désir d`être inutile, una biografía del historietista italiano Hugo Pratt construida con un conjunto de entrevistas, realizadas en su domicilio en Lausana entre los años 1990 y 1991, a las que se añade un texto del entrevistador a modo de epílogo. Petitfaux articula el libro a través de siete capítulos que hacen un recorrido diacrónico por la vida del autor, a los que añade otros siete apartados después, para recopilar en ellos respuestas sobre temas concretos para así comprender mejor la trayectoria vital y creativa del autor nacido en Rímini.
Se trata de un buen libro, cuidado en su diseño y en su impresión (resulta muy agradable la cartulina Fabria para las guardas, por ejemplo) que ha sido editado para el público español con mimo por unos editores apasionados por los libros de viajes y las biografías, como se puede apreciar en su sitio web http://www.editorialconfluencias.com. Este volumen se integra dentro de la colección Apeninos, y ha recibido un tratamiento distinto al que suele darse a los libros sobre tebeos en nuestro país: aquí hay buen papel y buen diseño. Hallamos exquisitas reproducciones en color de abundantes imágenes, seleccionadas en origen por el editor francés Laffont para ilustrar muy acertadamente el relato entre fanfarrón y fabulado que va construyendo el entrevistado. Hay fotografías de todas las épocas de la vida de Pratt y viñetas de sus obras también, pero gran parte de las imágenes son acuarelas, lo que supone un verdadero lujo, por su calidad evocadora y por ser Pratt de uno de los mejores acuarelistas de su tiempo.
También ha sido uno de los mejores historietistas de la historieta moderna. Una afirmación tajante que a algunos nos costó comprender cuando la oferta del "nuevo cómic" parecía aquilatar un modelo narrativo, el de la aventura, que se había quedado lastrado en la posmodernidad. Pratt fue siempre un dibujante de argumentos aventureros protagonizados por militares, pistoleros o guerreros, hasta que definitivamente se libró del yugo de los guionistas para narrar su propio periplo por el mundo, materializando en papel la aventura humana en la figura del marino / soldado presuntamente romántico llamado Corto. A partir de 1967, con este personaje y con la historia Una ballata del mare salato, Pratt se sumó al nuevo modelo de expresión en el cómic de los sesenta, más denso intelectualmente y más evocador que alegre.
Durante veinticinco años, hasta 1992, el maltés fue el álter ego de Pratt, que manifestó a través de este personaje su personal filosofía de la vida. Su manera de enfrentarse al medio siempre fue tempestuosa, con grandes momentos de pasión a los que sucedían largos abandonos, y sus cualidades como artista raramente fueron puestas en duda, con la salvedad de aquellos que veíamos a veces soluciones demasiado rápidas o ramplonas en algunas de sus secuencias, o aquel detestable uso de los bustos parlantes como recurso para condensar largas explicaciones. Por lo demás, la obra de Pratt es de una coherencia incontestable, lo cual corrobora esta biografía, que nos permite conocer la vida de quien fue testigo del auge de los fascismos y del fin del colonialismo, que se vio envuelto en la II Guerra Mundial militando en varios ejércitos, que amó a cien mujeres y pisó cien naciones. Y que, una vez elegida una profesión con aparente futuro, trabajó con media docena de lenguas en cuatro industrias del cómic verdaderamente importantes en el siglo XX: la italiana, la argentina, la británica y la francesa, siendo en esta última con la que descollaría como autor respetado (recordemos que París acogió una de las primeras exposiciones con viñetas de cómic que recibían la consideración de “arte”, con obras de Hugo Pratt precisamente).
La aventura formó parte de la vida del joven Pratt, vinculado hasta con el espionaje, si bien ya era un simple dibujante de historietas. |
El deseo de ser inútil nos cuenta todo eso con lujo de detalles, respondiendo a un rosario de preguntas formuladas por Petitfaux desde una postura a veces en exceso admirativa, lo cual posibilita que Pratt se infle de orgullo y exhiba su vis fabuladora, tendiendo hacia cierta exageración fantástica en algunos pasajes –o eso se intuye–. No resulta difícil de creer el relato de su vida como adolescente en Etiopía, un relato impregnado de temores y humores genitales que resulta vívido, veraz pese a su desorbitado éxito sexual. Pero el tiempo que pasó en Italia, en el ecuador de los años cuarenta, parece el relato de un joven fanfarrón anhelante de conquistar ego, muchachas y notoriedad, y quizá está algo magnificado por la memoria selectiva. Se vuelve más creíble la biografía de Pratt cuando acuden a su memoria los primeros pasos como autor en los fumetti y en las revistas de historieta argentinas, un pasaje del libro verdaderamente interesante porque retrata claramente a un autor preocupado tanto por la pasión que invertía en su obra como por lo crematístico derivado de ella. Da pocos datos sobre editores y autores, pero los suficientes para saber que detestaba a Faustinelli y que no hizo buenas migas con Oesterheld. Luego pasa a contarnos cómo le fue con la empresa británica Fleetway, en una etapa en la que decidió ir a vivir a Londres, o los laberintos administrativos que padecía cuando quería cobrar por sus trabajos realizados en Francia.
Pratt recuerda sus idas y venidas por las industrias del cómic casi como algo accesorio a su coqueteo constante de los referentes de su vida: los libros, los viajes y las mujeres. Nos sorprende saber que emprendía las expediciones más largas y arriesgadas, él solo, con el fin de documentarse para su siguiente historieta. O que decidía volar a otro continente para visitar la tumba de algún literato de su gusto (Yeats, Shakespeare, Grey) y darle las gracias por los buenos ratos que le había hecho pasar. Sabíamos que Pratt había sido muy viajero, pero no hasta el punto de comprobar que su vida había sido puro viaje, una urdimbre de desplazamientos por el mundo que, puestos en relación con sus muchas relaciones sentimentales, también podrían entenderse como una huida.
Hay varios momentos del libro en los que Petitfaux pretende definir a Pratt como un guerrero romántico, pero el veneciano de adoptación se sacude esta etiqueta rápidamente durante la entrevista para autodefinirse como un “peregrino pragmático”. A Pratt le gustaban los sentimientos, pero odiaba los sentimentalismos. Y no admitía la idea de la huida, la evasión de las responsabilidades, pero sí su hebefrenia, como él reconocía (un término clínico para cierto tipo de esquizofrenia que se aplica figuradamente a aquellos que se obstinan por no madurar). Curiosamente, tras la lectura de su hipnótica biografía, uno acaba amando a este hombre por su estatura intelectual más que por sus aventuras entre tribus amazónicas o sus incursiones en culturas tan distantes entre sí como la estadounidense y la patagónica. Corto Maltese supone una síntesis minúscula del mensaje humanamente conciliador que Pratt moldeó en vida tras miles de lecturas y el conocimiento de decenas de culturas. El sumatorio de sus experiencias se condensaba en su senectud, que es cuando tuvieron lugar estas conversaciones, en la admiración declarada por Homero y la emoción que seguían supurando sus libros para el italiano. Precisamente en Homero, como en los libros de historieta de Pratt, se concibe el héroe desasistido por los dioses que alcanza la heroicidad cuando decide ser solamente un hombre. Hay una frase en el libro bellísima que expone esta idea:
“Hoy mi concepto de héroe coincide con el de “hombre como es debido”: un héroe es aquel que logra hacer frente a una situación difícil conservando siempre una cierta ética. En la guerra o en la paz, un hombre es aquel que llega a ser o a mantenerse plenamente humano: el héroe es el Hombre.” [p. 231]
Lo más hermoso que un lector de cómics hallará en este libro es la razón de su título, el cual obedece a la reacción de Pratt contra los seudointelectuales de la generación de 1968, que consideraban sus referentes literarios infantiles, y su trabajo, poco o nada útil. Ante esto, el historietista se revolvía para defender el potencial del cómic como medio, valorando el placer que obtenía haciendo historieta, o sea, queriendo “ser inútil” (página 294). Esa defensa a ultranza del medio la comenta el autor también en los textos finales del libro, los más jugosos, donde hallamos una declaración tan brillante sobre la naturaleza de la historieta en relación con las llamadas jerarquías culturales que la traemos aquí:
“En cuanto a establecer una jerarquía entre las diferentes formas de expresión artística, me parece una cosa imposible. Ocurre que los que dicen que la historieta es un género intrínsecamente inferior a la novela juzgan la primera con criterios propios de la segunda, en cuyo caso sólo se puede llegar a la conclusión de que la historieta es una subliteratura. Esa gente olvida, o ignora, que la historieta tiene sus propios códigos, y que sólo situándose dentro de esos códigos cabe juzgarla. Están también los que propugnan que de cualquier manera la historieta no puede considerarse un arte. Se ve que no conocen, por ejemplo, Little Nemo in Slumberland, de Winsor McCay.
Estas posturas negativas suelen venir de los mandarines de la cultura de tipo universitario, y no hay nada de sorprendente en ello. La cultura oficial es conservadora por naturaleza, y siempre ha mirado con recelo los nuevos modos de expresión artística. En el siglo XVIII esa cultura despreciaba la novela, y no hace mucho que ha comprendido que el cine no es un hijo bastardo del teatro. Acabarán por comprender que la historieta, sí, puede ser un arte. Esperemos que cuando eso ocurra no pongan la historieta bajo su tutela, erigiéndose en árbitros en su estética y atribuyéndose el monopolio de su exégesis: así sólo conseguirían que la historieta pasara de un gueto cultural a otro.” [Páginas 206 y 207].
Amén.