Brutal. Un mazazo a la conciencia.
Da igual lo que uno u otro pueda escribir sobre este libro. Leerlo es
vivirlo, y con Píldoras azules, como con cualquier pieza de arte
que conmueve, se remueven muchas cosas.
Peeters, no un recién llegado pero joven como autor, utiliza el género
autobiográfico con una ética privada, como todas; valiente, dispuesto a
compartir, a desnudarse, para que todos, de alguna manera, podamos
reconocernos. Comparte un retazo de su vida, uno de ésos que en otras
manos acaba en folletín degradado, explotando sentimientos básicos;
Peeters no cede a la moralina, no quiere dar ejemplo, sólo busca
preguntas y respuestas, y vive. En esencia, Píldoras azules es la
historia de amor entre un joven dibujante de tebeos y una mujer afectada
por el virus de inmunodeficiencia adquirida, como su hijo de tres años.
Peeters relata cómo vive en ello y con ello, su relación con la mujer,
con el niño, con un médico que comparte su sentido de la humanidad con
las máximas de Hipócrates. Nos explica su historia desde dentro, desde
la intimidad de su conciencia; dibuja lo que siente, no lo que ve. Y no
se lo pone fácil: los saltos temporales, las imágenes surrealistas, la
narración sincopada, todo compone un puzzle que encaja. Encaja porque
para Peeters es tan importante el qué se cuenta como el cómo se cuenta.
Su pincel es a veces suave, a veces incómodo; su grafismo expresionista
se torna impresionista cuando la historia lo requiere. Sus personajes
son tan quebradizos como su vida interior. A Peeters nunca le ha
interesado el lucimiento, sino el servicio a la historia, y en
Píldoras azules lleva esa máxima a un extremo, un extremo que
permite al lector no “entrar” en la historia sino “estar” en la
historia.
En literatura, el naturalismo es una corriente tan compleja como
aceptada. En historieta, el naturalismo es casi imposible. La hipótesis
de la enfermedad como producto del deterioro y la distorsión de las
estructuras sociales es difícil de encajar en viñetas. Extraer de la
vida ambientes, detalles, palabras, conversaciones o sentimientos y
plasmarlos en viñetas para hacerlos reales sólo está al alcance de
algunos. De su voluntad, claro, pero también de su pericia. Peeters no
parece un autor joven, en el sentido del dominio de la técnica y su
aplicación. Tampoco la reinventa o la experimenta, sencillamente
demuestra haberla reflexionado lo suficiente como para descomponerla y
volverla a fusionar, poniéndola al servicio de un acto íntimo que se
quiere comprensible. Que la historieta es un medio ya adulto es cosa
sabida; Peeters no hace más que confirmarlo.
Cualquier forma de comunicación necesita de un tiempo
para su desarrollo. La historieta es, todavía, relativamente joven.
Apenas estamos entrando en la edad adulta. Pero recordemos que
la esencia de la historieta es explicar historias; tal vez por eso, en este mar de
mediocridad que nos salpica, encontrarse con un tebeo como Píldoras azules es recordar.
Recordar que hay autores que sí tienen cosas que contar y que saben
hacerlo. Recordar que podemos permitirnos el lujo de adjetivar con
palabras como “madurez” o “excelencia” ciertas historietas. Recordar que
los cómics no sirven sólo, que también, para llenar el ocio, sino que
pueden hacernos replantear muchas cosas e incidir en nuestras vidas.
Píldoras azules es un ejercicio entre naturalista y metalingüístico
que admite todos estos recordatorios. Es un ejemplo perfecto de tebeo
para mentes adultas, en el sentido de búsqueda, inquietud, reflexión y
abertura de mente que esa palabra supone.
Pero, creedme, con un libro como éste de nada sirven, insisto, críticas
o reseñas. Sólo un consejo: hay que leerlo.
«Me siento...
relajado... tranquilo... Abierto a lo que sucede fuera de mi bóveda
craneal...» (viñeta 3 de la página 145 de Píldoras azules). |