Las obras, concebidas como artísticas, no nacen por ciencia
infusa ni tampoco como simples ejercicios de paroxismo. Toda creación,
desde su inicio, se mueve dentro de unos parámetros que determinan, por
un lado, su naturaleza genérica (aquellas formas textuales anteriores
que se erigen como marco de referencia a la hora de definir el formato
de nuestra obra) y, por otro, su estado emocional (aquellos sentimientos
universales que comunican nuestra propia forma de entender el mundo con
el amplio conjunto de la psique colectiva y popular), algo que bien
podríamos resumir con esa vieja máxima del “todo está inventado”.
Debemos asumir que vivimos inmersos plenamente en una tradición (sea
cuál sea nuestra referencia cultural básica) y pretender prescindir de
ella, alejarnos de su área de influencia, es poco menos que imposible:
cada tópico, cada motivo, son ejes comunicativos tan arraigados dentro
de la comunidad que incluso cualquier intento de renovación ha de partir
de un conocimiento pleno y consciente de los mismos. De ahí que toda
obra que se pretenda innovadora, que quiera alejarse violentamente de
esta línea, esté destinada al fracaso. La originalidad no reside tanto
en la ruptura con lo anterior como en la capacidad para regenerar, para
actualizar ese maremagno de ideas y sentimientos atemporales a través de
nuestra propia y particular percepción de la realidad, siempre anclada,
lógicamente, en un tiempo y espacio preciso.
La historieta, como todo buen arte que se precie,
manifiesta este carácter reformador básicamente a través de dos vías (si
bien desde ya advertimos que los límites entre una y otra son en muchos
casos mínimos): o bien mediante el uso de la parodia (por una actitud de
este calibre hemos de entender cualquier fórmula que manifieste la
voluntad de reformular sus modelos desde la distancia; así podríamos
englobar como pertenecientes a este grupo obras tan emblemáticas como
Watchmen, el desengaño del género superheroico, Historias de
Taberna Galáctica del maestro Beá, la visión surreal del cuento de
terror y misterio, Slaine de Mills y Bisley, libre y descarnada
interpretación del folclore celta…), o bien, haciendo gala del homenaje
(los cómics de EC con respecto a los pulp, Sambre de
Yslaire y el drama “victorhuguiano”, la saga de Corto Maltés y su amor
por el género de aventuras, son una pequeña muestra de ese grupo de
tebeos que presentan como rasgo común una cercanía implícita hacia la
tradición) como en el caso que nos ocupa, El faro.
Un nuevo comienzo.
En El faro, la última obra de Paco Roca, la esencia
narrativa se estructura en torno al tópico del viaje sin retorno -aquel
dedicado a explorar las profundidades del ser humano- y la tradición en
la que se inserta, el género de aventuras en su vertiente más intimista.
No hablamos de relatos épicos, de las peripecias de un héroe que lucha a
capa y espada para satisfacer su sed de gloria. No. La materia a tratar
es otra bien distinta pero igualmente conocida por todos: la búsqueda
interior, la conformación del alma humana a través de sus propias
inquietudes. ¿Quién no ha sentido alguna vez el ansia de abandonarlo
todo para lanzarse a la consecución de un ideal que estamos cansados de
ver cómo se trunca una y otra vez?, ¿quién no ha deseado huir de sus
males, enterrarlos y dejarlos atrás con la esperanza de encontrar su
tierra de jauja particular a la vuelta de la esquina? Y no es algo
nuevo. En todas las épocas el hombre se ha visto arrastrado por esta
necesidad impulsiva de huir del mundo de lo cotidiano que devora sus
ilusiones. Hay que trabajar para ganarse el sustento, hay que mantener
una familia, hay que callar ante la autoridad, hay que aceptar lo que
nos depare el destino... Es lógico que en algún momento uno se pregunte
cuando le va a tocar el momento de vivir, pero por regla general estas
calenturas lo único que hacen es alentar aún más nuestro conformismo. Y
ha sido precisamente este desaliento el principal valedor de lo
literario.
En la cultura occidental la traducción de este estado de
ánimo se ha concretado alrededor de unas líneas precisas: el héroe
intrépido (su afán es descubrir; un modelo muy alejado del guerrero
épico aunque a veces deba asumir este rol) que rompe (no pocas veces de
una manera forzada) sus ataduras y lo deja todo atrás; la naturaleza
indómita y misteriosa que no deja de poner trabas a un protagonista
ávido por descubrir sus secretos; la fortuna anhelada, perseguida hasta
los más remotos confines como promesa cierta de un futuro mejor; el
destino aciago, contrario a que tan nobles expectativas lleguen a buen
puerto. Un proceso temático concretado formalmente a través de unos
símbolos populares de diverso tipo y calado que Paco Roca revisa a lo
largo de su obra: desde Ulises a Gulliver, pasando por otros personajes
tan variopintos como Simbad o el capitán Nemo, los arquetipos del
viajero de lo desconocido presentados como referencias obligadas de los
espíritus indómitos por excelencia; el mar como fondo en el que la
incertidumbre de lo inexplorado da pie y cabida tanto a regiones
celestes más allá del alcance de los hombres (la imaginaria Laputa),
como a peligros sombríos que sumergen en el más hondo pesar su corazón
(los restos de los naufragios como advertencias); el premio a tanto
sufrimiento siempre reflejado (hemos de entender las recurrentes
riquezas sin fin como fórmulas de libertad de acción y pensamiento más
que como paso obligado a una elite social) en una libertad individual
hasta entonces desconocida y, por tanto, nunca apreciada; el acto
violento, en este caso la guerra civil española, que arranca (otras
veces es la simple desidia, pero no es este el caso) al trotamundos en
ciernes de su hogar feliz (al que volverá convertido en hombre de
“bien”) impidiéndole además encontrar sosiego y descanso…
Pero no nos
confundamos. No es El faro un mero muestrario de situaciones y
hechos repetidos hasta la saciedad. Ante todo es un homenaje hacia esa
voluntad que ha animado todas estas creaciones y que no es otra que la
posibilidad cierta de convertir lo literario en un instrumento con el
que alentar al público (lector, o no) de turno a la reivindicación de
sus propios sueños. Convertir a las palabras en aliento que revuelva las
conciencias, que avive el afán por ser únicos... Y siguiendo este
ideario, no nos debe parecer casual la doctrina de Telmo (por ejemplo,
«viajar, ese es el sucedáneo de la pistola y la bala» pág. 16; o «como
todo marinero era un espíritu libre dispuesto a la aventura», pág. 25)
destinada a orientar a un pobre Francisco que se haya atrapado en una
malaventura (ser soldado) de la que no sabe como desprenderse y para la
cual emprenderá este guiado viaje iniciático por etapas, por secuencias
progresivas claramente delimitadas que le harán cambiar de rumbo por
completo.
La estela perdida.
Tópicos que alientan.
Sí. Pero tópicos al fin y al cabo. Y éste quizás sea el único error
achacable a este tebeo: haber descuidado la intensidad narrativa de la
historia a cambio de fortalecer este carácter que podemos definir en
cierta manera como catártico. Como ya hemos dicho, El faro
resulta en muchos momentos un mapa complejo y elaborado que quiere
conducir con tino nuestros pasos a lo largo y ancho de este entramado
temático. Pero ha sido puesto tanto celo en su elaboración que otros
elementos han quedado descompensados.
No es el caso de la
composición visual (la secuenciación es más que correcta; fluida, fresca
y bien ajustada a los intereses creativos página por página) ni del
grafismo (líneas perfectamente definidas a tenor de la intensidad
emocional de cada momento). Sin embargo, más allá de un plano formal, al
entrar en el estudio particular de los distintos personajes y sus
situaciones, no podemos decir lo mismo. Ambos protagonistas de la
historia, presentados como polos opuestos y complementarios, resultan en
cierta manera contaminados por el peso subyacente de la tradición. Sus
palabras, en muchas ocasiones, resultan forzadas como si fueran ellas
las que se adaptaran a un modelo preestablecido de antemano. No parecen
desarrollar una psique alejada o independiente de la estructura previa,
no parecen tener una personalidad propia más allá de la esperada. Ocurre
otro tanto con las situaciones de desarrollo y la resolución final de la
trama que tejen su devenir: son predecibles, forzadas incluso. No
típicas, claro está, pero sí demasiado ancladas en un conjunto en el que
se ha procurado por encima de todo, o al menos esa es la sensación, la
unión artificial de distintos elementos. Y así, la fuerza expresiva que
podría desarrollar una historia de este calibre queda de este modo
relegada a un segundo plano en el que antes de buscar nuevas vías de
desarrollo se procura por encima de todo encajar las piezas de un puzzle
milenario. El faro es un buen tebeo, que despide entrega en su
concepción, de eso no cabe la menor duda. Pero ese paso creativo que
vaya más allá, que se atreva a redefinir toda una concepción
preconcebida, no se da o no se asume.
Ya dijimos anteriormente que el homenaje era una de las
vías que se pueden tomar a la hora de encarar una obra propia y tratar
de definirla en el concierto de la cultura. Pero limitarse únicamente a
reciclar lo anterior no es la elección correcta. No se trata de tejer un
corsé que pueda aparentar novedad. La originalidad, la novedad
artística, ha de venir por otro camino que de ninguna manera esta
alejado del punto de arranque original: la reformulación. No hay que
adaptar sino recomponer. No hay que adecuar sino dotar de una
sensibilidad modernizadora…
Pero claro, eso
es más fácil de decir que de hacer, y a fin de cuentas Paco Roca tiene
el honor de haberlo intentado. Y eso no es poco. Ni mucho menos. |