Identidad y militancia
Más allá de que la tradición historietista se fundó en el capitalismo
editorial de Estados Unidos, resulta imposible ignorar que Héctor Germán
Oesterheld haya trazado con “El eternauta” una cultura de cómic, en
nuestro país, que tornó
a Buenos Aires
en materia aventurable, con
personajes que, no ajenos a
valores humanos como
la amistad, van
adquiriendo heroicidad en forma conjunta ante una invasión
extraterrestre que, ciertamente, pone en peligro la vida humana. De
manera que estos héroes colectivos, desde su condición de “ser
argentinos” y, más precisamente, “porteños arquetípicos”, imprimen a la
obra la imagen del “nosotros” situados (¡sitiados!) en nuestro país,
transustanciando la contingencia de “perseguidos” que fue sobrellevada
por gran parte de las clases sociales, ante la opresión política que
padeció la democracia en diversas etapas de la historia argentina. Esta
es, entonces,
la razón por la cual, El eternauta, posee en su inmanencia axiológica
los patrones congénitos de un discurso que milita por la libertad, al
punto en que es imposible desatender el sincretismo latente entre texto
y contexto. Juan Salvo es, en consecuencia, la utópica estampa del héroe
infalible, dirigente, revolucionario y combativo que hubiera hecho
falta, cada vez que un gobierno de facto fustigó nuestros derechos
constitucionales.
Imagen de la lucha
tercermundista
Transformándose en artífice de su propia inventiva, Héctor Germán
Oesterheld comienza la primera parte de esta ficción en el año
1959,
en una circunstancia muy especial,
en la que estando en la soledad de su estudio, soslayando los avatares
de guionista profesional, se materializa ante él un emblemático
individuo que le dice: «Estoy en la tierra, supongo»; y le confía no tan
sólo su historia, sino el “por qué” de su apelativo (eternauta)
puesto por algún
filósofo del futuro, para explicar su albur de viajero de la eternidad.
Es así que se da comienzo a una saga que, desde el testimonio de Juan
Salvo, nuestro héroe, se circunscribe en la desquiciante esfera de una
invasión extraterrestre truncada en un recurrente final de “Eterno
Retorno”, lo que no implica un desenlace definitivo, ya que, en los años
posteriores -si bien Oesterheld imbrica en otras historietas esta misma
isotopía de “la enfermedad del tiempo”, incluso, por exigencia de los
editores- retoma la saga en capítulos cortos en los que nos muestra que
las grandes potencias de este planeta han pactado con el invasor
entregar el Tercer Mundo a cambio de no ser sometidas, y no es hasta el
año 1976 que, en plena dictadura militar, el “Peregrino del tiempo”
reaparece, postulando un perfil ontológico superior a cualquier
irresolución de complexión humana.
Ahora bien, en este vigor intermitente de El eternauta, en el mercado
editorial, ¿no se encontraría, subliminalmente, la perdurabilidad
de los ideales a
través del tiempo? Como fuere es, esta obra, un ineludible vestigio de
la eterna lucha entre una sociedad humanista (de tercer mundo, si se
quiere) y la efigie gubernamental -materializada en las fuerzas de
invasión extraterrestre- que al ser plena desconocedora del pueblo que
gobierna (y que procura ambiciosamente conquistar), persiste en su
obstinada lid por que, alguna vez en el tiempo, los humanos perdamos la
voluntad de ser libres.
Un héroe que no va a
la escuela
Hay dos famosos y atroces motivos por los cuales El eternauta no llega,
hoy en día, a las
aulas. El primero –y talvez, el más deplorable de ambos- es el
desconocimiento absoluto que los formadores actuales tienen sobre la
existencia de esta obra. Y el Segundo: el prejuicio ancestral que
existió en el marco educativo al considerar al cómic un formato
“gráfico-literario” de arte menor, sumándole la notoria reticencia del
ámbito cultural argentino para con el género de aventura, por el hecho
de estar íntimamente ligado al consumo masivo, tantas veces empantanado
en el snobismo. Para atenuar esto último, bastará con remembrar que
La Odisea, de Homero, también transita por la órbita de la
peripecia.
Pero como fuere, desdeñar el género aventurero es tan fructífero como el
desenlace de la escena quijotesca en la que el Sansón Carrasco ordena la
quema de los libros de caballería de Alonso Quijano para que éste no
divague ni se lance a la aventura en una búsqueda desesperada de darle
sentido a su vida. En este orden, la currícula literaria argentina ha
contribuido sobremanera a la defunción irremediable del “lector /
quijote” que habita en nosotros y potencia nuestro “animal literario”
plausible de todo atributo de autonomía pensante del que, cualquier
sistema político, siempre fue temeroso.
¿Será por eso que,
aún hoy, en plenitud de una democracia que deja mucho que desear, y a
más de dos décadas de haber padecido una dictadura militar, a la
sociedad argentina se le sigue privando, solapadamente, de obras como
esta? |